José Miguel Rojo
Ciudad de México/ 1.02.2022
En los últimos años, las emociones parecen ganar terreno frente a lo racional en el marco de unas campañas electorales protagonizadas por el relato, la hiper-personalización (Crespo, 2015) y la activación de identidades colectivas. Sería demasiado arriesgado decir que lo racional ha dejado de existir por completo en los procesos decisionales de los electores. Incluso cuando nuestro cerebro toma una decisión movida fundamentalmente por la emoción, intenta crear a posteriori explicaciones argumentales aparentemente objetivas que tratan de justificar lo que ya estaba decidido. Para ello, será necesario que el elector encuentre un anclaje racional mínimamente viable que sostenga su preferencia emocional. Esto se puede lograr alineando las propuestas programáticas con el ambiente emocional que queremos provocar. Todas las propuestas de nuestra campaña no sólo tienen que conectar con nuestro relato, sino que tienen que permitir reproducir el terreno emocional elegido.
Las propuestas no pueden estar aisladas de las ideas centrales de la campaña; cada mensaje, cada imagen, cada promesa, cada tuit, tiene que remitir al núcleo narrativo y emocional de la estrategia. Si nuestra campaña quiere fomentar la ira contra la clase política corrupta, nuestras propuestas (ámbito argumental-racional) han dirigirse a castigar a esa élite o a eliminarle privilegios. No podemos confundir al elector centrándonos, de repente, en los carriles bici.
Cada vez con mayor frecuencia buscamos atajos cognitivos que simplifiquen el saturado contexto político y las emociones nos ayudan en este empeño. El auge de las investigaciones sobre neurociencia y neuromarketing se explica a partir de este hecho. Cuando alguien despierta en nosotros la emoción exacta todo lo demás resulta accesorio: la pasión ha triunfado sobre la razón.
Toda candidatura debería buscar que, al votar por ella, nos sintiéramos bien con nosotros mismos y con lo que acabamos de hacer. No podemos olvidar que los afectos y los sentimientos provocan estados anímicos que filtran los actos de las personas, de tal manera que primero nos emocionamos, luego pensamos y, por último, elaboramos nuestra conducta.
Asimismo, las emociones “ayudan a la gente a recordar los mensajes políticos” y “facilitan la movilización de los electores” (Tarullo, 2016: 34). Las emociones, en resumen, aportan un gran valor a nuestra campaña: permiten posicionarnos en la mente del elector de manera preferente y distinguida. Nos hacen llegar a la gente, conectar con ellos.
Es importante recordar que las emociones más presentes en política son las más extendidas, a su vez, en el ser humano: las emociones primarias, aquellas que compartimos con buena parte del reino animal y que son “neurológicamente innatas y fundamentalmente fisiológicas”. Estas emociones serían: el miedo o aversión, la ira o aserción, la tristeza o depresión, la alegría, la satisfacción y la sorpresa (Bericat, 2012: 2; Kemper, 1978; Turner, 1999).
Si bien no solo basta con activar las emociones correctas, está claro que una buena gestión de las emociones nos acercará a nuestros objetivos electorales. Sobre la base de los estudios de Castells (2009), que definen el entusiasmo y el miedo como las emociones básicas para el comportamiento político, podemos señalar tres grandes tipos de campañas emocionales: las campañas en positivo, las campañas negativas y las campañas relacionadas con sentimientos de pertenencia. ¿Cuál elegir? Dependerá del clima de opinión, del perfil del candidato que deba transmitirlas y de la definición de nuestros públicos y objetivos.
Komen